Jean-Marie Mathias Philippe
Auguste, Conde de Villiers de l'Isle-Adam
(7 de noviembre de 1838, Saint-Brieuc - 19 de agosto de 1889, Paris)
1883. Cuentos crueles. Esta recopilación de narraciones breves es la producción
más conocida y más característica del autor; original hasta la extravagancia,
desigual y a menudo vigorosa, manifiesta en ella su múltiple inspiración.
1888 Nuevos cuentos crueles
La tortura de la esperanza
Publicado en Nuevos cuentos crueles (1888)
Hace ya muchos años, al
caer una tarde, el venerable Pedro Arbuez D’Espila, sexto prior de los
Dominicanos de Segovia, el tercer gran inquisidor de España, seguido por un
fray redentor, y precedido por dos familiares de Su Santidad, el último
llevando un farol, hicieron su entrada en una catacumba subterránea. La
cerradura de una enorme puerta crujió, y ellos ingresaron en una celda, donde
la luz mortecina revelaba entre anillos sujetados a la pared un potro de
tormento manchado de sangre, un brasero y una botija de barro. Sobre una pila
de paja, cargado con grilletes, y con su cuello circunvalado por un aro
metálico, estaba sentado un hombre muy demacrado, de edad incierta, vestido
solo con harapos.
Este prisionero no era otro
que Rabbi Aser Abarbanel, un judío de Aragón, quien fuera acusado de usura e
impiedad por los pobres, y que había sido sometido diariamente a torturas por
más de un año. Aún “su ceguera era tan densa como su recato” y se negaba a
abjurar de su fe.
Orgulloso de una
ascendencia que databa de cientos de años, orgulloso de sus ancestros, todos
judíos dignos de su nombre, él descendía según el Talmud, de Otoniel, y
consecuentemente de Ipsiboa, esposa del último juez de Israel, una
circunstancia que había acrecentado su coraje entre las incesantes torturas.
Con lágrimas en sus ojos, el venerable Pedro Arbuez D’Espila, dirigiéndose al
estremecido rabbi, le recomendó:
— Hijo mío, alégrate: tu
proceso está por llegar a su fin. Si en la presencia de tal obstinación fui
forzado a permitir, con profundo desagrado, el uso de gran severidad, mi tarea
de fraternal corrección tiene sus límites. Tu eres la higuera que, habiendo
fallado en muchas temporadas en dar sus frutos, al final se marchitó, pero
solamente Dios puede juzgar tu alma. Tal vez, la Infinita Piedad brille sobre
tí en el último momento. Nosotros así lo esperamos. Hay ejemplos. Entonces
duerme bien por la noche. Mañana serás incluido en un auto de fe: esto es,
serás expuesto al quemadero, las llamas simbólicas del Fuego Eterno: solo
quema, mi hijo, a la distancia; y la Muerte tardará al menos dos (hasta tres)
horas en venir, en cuenta de los vendajes húmedos y helados con los que
envolvemos las cabezas y corazones de los condenados. Habrá otros cuarenta y
tres contigo. Te ubicarás en la última fila, para que tengas tiempo de invocar
a Dios y ofrecerle a Él tu bautismo de fuego, que será del Espíritu Santo.
Con estas palabras,
habiendo señalado a los guardias para desencadenar al prisionero, el prior lo
abrazó tiernamente. Entonces fue el turno del fray redentor, quien, en un tono
bajo, por el perdón para el judío por el que se lo había hecho sufrir con el
propósito de redimirlo; entonces los dos familiares silenciosamente lo besaron.
Luego de esta ceremonia, el cautivo fue soltado, solitario y desconcertado, en
la oscuridad.
Rabbi Aser Abarbanel, con
labios emparchados y el rostro consumido por el sufrimiento, al principio se
quedó mirando fijamente las puertas cerradas de su celda. ¿Cerradas? La palabra
inconscientemente rozó un vago capricho en su mente, el capricho que había
tenido por un instante al ver la luz de las linternas a través de una grieta
entre la puerta y la pared. Una mórbida idea de esperanza, debido a la debilidad
de su mente, se agitó en su entera humanidad. Él se arrastró a través de la
extraña visión. Entonces, muy cautelosamente, deslizó un dedo en la hendidura,
provocando la apertura de la puerta delante suyo. ¡Maravilloso! Por un
extraordinario accidente el familiar que la cerró había girado la pesada llave
de manera que el pestillo no había entrado en el hueco, y las puertas giraron
sobre sus bisagras.
El Rabbi se aventuró con su
mirada hacia afuera. Con la ayuda de un polvillo luminoso, él distinguió primeramente
un semicírculo de paredes a través de las que se proyectaba una escalera; y
opuesto a él, en la cima de seis peldaños de piedra, una especie de portal
negro, que se abría a un inmenso corredor, cuyos primeros ángulos eran visibles
desde abajo.
Esperanzado se arrastró
hasta el umbral. Sí, era realmente un corredor, pero parecía interminable. Una
anémica luz lo iluminaba: eran lámparas suspendidas desde el abovedado cielo
raso que iluminaban a intervalos deslucido matiz del ambiente, la distancia era
cubierta en sombras. No había una puerta en todo el pasillo. Únicamente, a un
lado, el izquierdo, había pesadas troneras enrejadas, hundidos en las paredes,
lo que dejaba pasar una luz que bien podía ser de la tarde. ¡Y qué terrible
silencio! La vacilante esperanza del judío era tenaz ya que podría ser la
última.
Sin dubitación, se aventuró
en el pabellón, siempre bajo las troneras, tratando de convertirse a sí mismo
en parte de la oscuridad de las paredes. Él avanzó lentamente, arrastrándose
cuerpo a tierra, acallando los gritos de dolor cuando alguna herida abierta
enviaba una aguda punzada a través de su cuerpo.
Súbitamente el sonido de
unos pasos que se acercaban alcanzó su oído. Él tembló violentamente, y el
miedo se reprimió, su vista se nubló. Bien, eso fue todo, no había duda. Se
comprimió en un hueco, y medio muerto de miedo, esperó.
Era un familiar que venía
apresurado. Él pasó velozmente, llevando en su mano fuertemente asido un
instrumento de tortura, una espantosa figura, y luego desapareció. El pánico en
que el rabbi entró pareció haber suspendido sus funciones vitales, y él estuvo
cerca de una hora incapaz de moverse. Temiendo que las torturas se reiniciaran
si era atrapado, pensó en regresar a su calabozo. Pero la vieja esperanza
susurraba en su alma ese divino “tal vez” que nos consuela en las horas de peor
dolor. Un milagro se había operado. Él no tenía que dudar ya más. Comenzó a
reptar hacia su chance de escapar. Exhausto por el sufrimiento y hambriento,
estremecido del dolor, él se apuró a continuar. El sepulcral corredor pareció
extenderse misteriosamente, mientras él, aún avanzando, miraba en la oscuridad
en donde había más posibilidades de escape.
¡Oh, oh! Nuevamente
escuchaba pasos, pero esta vez eran más lentos, más pesados. Las formas negra y
blanca de dos inquisidores aparecieron, emergiendo de la oscuridad. Estaban
conversando en tono bajo, y parecían discutir sobre algún asunto importante, ya
que gesticulaban con vehemencia.
En vista de este
espectáculo, Rabbi Aser Abarbanel cerró sus ojos; su corazón latía tan
violentamente que casi lo estaba sofocando; sus harapos se humedecieron con el
sudor frío de la agonía; él permaneció inmóvil pegado a la pared, su boca
abierta, bajo los rayos de una lámpara, rezando al Dios de David.
Justamente enfrente a él,
los dos inquisidores tomaron una pausa bajo la luz de la lámpara,
indudablemente debido a algún accidente durante el curso de sus
argumentaciones. Uno, mientras escuchaba a su compañero, contempló al rabbi. Y,
bajo su vista, él se imaginó de nuevo sintiendo las ardientes tenazas quemando
sus carnes, él era una vez más un hombre torturado. Desfalleciente, casi sin
aliento, con párpados trémulos, él tembló al contacto con la sotana del monje.
Pero, extrañamente aunque por un hecho natural, el vistazo del inquisidor no
fue otro que el de un hombre evidentemente absorto en su conversación,
fascinado por lo que estaba escuchando; sus ojos se clavaron y pareció mirar al
judío sin llegar a verlo.
De hecho, luego del lapso
de un par de minutos, las dos oscuras figuras lentamente siguieron su camino,
aún conversando en tono bajo, hacia el mismo lugar del que el prisionero venía.
Él no había sido visto. Entre la horrible confusión en la mente del rabbi, la
idea se disparó en su cerebro: ‘¿Puedo estar muerto que ellos no llegan a
verme?’ Una horrible impresión lo atacó desde su letargo: mirando hacia la
pared contra la cual su cara se pegó, él imaginó estar en presencia, dos
feroces ojos que le miraban. Volvió su cabeza hacia atrás en un súbito frenesí
de pavor, su cabello se encrespó. ¡Aún no! No. Su mano estuvo a tientas sobre
las piedras: era el reflejo de los ojos del inquisidor, aún impresionados en su
retina.
¡Adelante! Él tenía que
apurarse hacia su ilusión de salvación, a través de la oscuridad, ya que estaba
a unos treinta pasos de distancia. Él puso más velocidad a sus rodillas, sus
manos, para poder verse a salvo de aquella pesadilla, y pronto entró en la
porción de penumbra del terrible corredor.
Súbitamente el pobre
miserable sintió una ráfaga de aire frío en las manos; venía desde bajo la
pequeña puerta que estaba al final de las dos paredes.
Oh, Cielos, si esta puerta
pudiera ser abierta. Todos los nervios del miserable cuerpo del fugitivo se
tensaron en la esperanza. Examinó la puerta desde el piso hasta el marco
superior, apenas era capaz de distinguir su contorno a pesar de la oscuridad
reinante. Él pasó su mano sobre la puerta: no tenía cerradura, ¡no había
cerradura! ¡Un picaporte! La empujó, el picaporte cedió a la presión de su
pulgar: la puerta silenciosamente se abrió delante de él.
— ¡Halleluia! —murmuró el
rabbi en una muestra de gratitud que, estando en el umbral, mientras
contemplaba la escena delante de él.
La puerta se había abierto
a un jardín, enmarcado en un cielo astrífero, ¡en primavera, libertad, vida! Se
revelaban los campos vecinos, donde se dilataban las sierras, cuyas sinuosas
líneas azules se recortaban contra el horizonte. ¡Por fin la libertad! ¡Oh, el
escape! Él podría pasar toda la noche bajo los limoneros, cuyas fragancias lo
embargaban. Una vez en las montañas estaría libre y seguro. Inhaló el delicioso
aire; la brisa lo revivió, sus pulmones se expandieron. Sintió en su corazón
las Veniforas de Lázaro. Y para agradecer una vez más a Dios que le había otorgado
su Gracia, él extendió sus brazos, elevando sus ojos al Cielo. ¡Fue un éxtasis
de felicidad!
Entonces él imaginó que
veía la sombra de sus brazos acercarse a sí, creyendo que estos oscuros brazos
lo rodeaban, y como que era afectuosamente presionado contra el pecho de
alguien. Una figura alta estaba frente a él. Él bajo sus ojos, y permaneció
inmóvil, jadeando para respirar, deslumbrado, con la vista fija, atontado por
el terror.
¡Horror! Él estaba en el
abrazo del Gran Inquisidor, el venerable Pedro Arbuez D’Espila, que lo
contemplaba con ojos húmedos de lágrimas, como un buen pastor que ha encontrado
a su oveja descarriada.
El oscuro sacerdote
presionó al desventurado judío contra su corazón con enorme fervor, con un
arranque de amor, que el filo de la toga friccionó el pecho del dominico. Y
mientras Aser Abarbanel con ojos desorbitados gemía en agonía del abrazo del
místico, vagamente comprendió que todas las fases de su fatal tarde fueron
únicamente parte de una tortura premeditada, la de la Esperanza. El Gran
Inquisidor, con un acento de reprobación y una mirada de consternación, murmuró
en su oído, su respiración árida y ardiente de un largo ayuno:
— ¡Qué, hijo mío! En la
víspera, probablemente, de tu salvación, deseas dejarnos?
FIN