viernes, 28 de febrero de 2014

¿Y si no abro los ojos? (Ana García Bergua)

Ana García Bergua (Nació en México D. F. en 1960)

Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2013












¿Y si no abro los ojos?

publicado en Edificio 


¿Y si no abro los ojos? No sé cuántas horas dormí, con sueños extraños, de gente disfrazada diciendo parlamentos como en un teatro. Luego el sueño acabó. Durante un tiempo oí el piar de los pájaros en medio de la oscuridad, luego sentí a Adela levantarse, la cama dejó de estar hundida de su lado, yo me sentí ligero, muy ligero, y sin el calor de Adela las sábanas se refrescaron poco a poco. Sólo sentía la oscuridad, el olor del café que llegaba hasta aquí desde la cocina, y el rumor de Adela lavando platos, moviendo muebles, caminando por la casa con sus pantuflas que producen una especie de silbido al arrastrarse por el suelo. Después desperté. Pero no quiero abrir los ojos, aun cuando siento en los párpados la claridad del día, una claridad de color rojo, con luces y manchas amarillas. Quisiera que el sueño me ganara otra vez, volver a hundirme en él, pero es imposible; una vez despierto, yo vivo despierto y abro los ojos. Sin embargo esta mañana parece que yo no soy yo.

¿Y si llega Adela a despertarme y no abro los ojos? Sé que pronto sonará el despertador y como siempre Adela volverá de la cocina y sentiré las pantuflas acercarse y luego el bulto de su cuerpo junto a mí, caliente, y su mano que me acariciará el pelo y me dirá Rubén, ya despiértate, ya sonaron las siete y media. Pero yo me aferraré a mi respiración y sólo querré que a través de los párpados no se vea más que oscuro, oscuro, y el nerviosismo me hará sonreír, pero me controlaré lo mejor que pueda, y además es fácil no abrir los ojos, los párpados pesan naturalmente, se resisten. Y Adela insiste Rubén, Rubén, que llegas tarde, luego no te da tiempo de desayunar. Yo ya estoy ahí, en ese momento, ya lo hice, no he abierto los ojos y temo que Adela se enfurecería si supiera que esto es una comedia. ¿Por qué haces una comedia?, preguntaría, ¿qué ya no me quieres?, ¿crees que soy tu mamá?, ¿por qué juegas? Y no podría explicarle que no es un juego, sino algo que debo hacer, o quizá algo que no quiero hacer. Mientras Adela me sacude, grita Rubén, Rubén, sé que duda un momento, como si sospechara que hago como los niños, pero nunca me he comportado como un niño ante ella, de modo que decide insistir, y aun así yo no abro los ojos. Su mano me toca, siente mi corazón, acerca su boca a mi boca para ver si respiro, está preocupada. Y yo quisiera decirle que no se asuste, que sólo estoy con los ojos cerrados, pero quizá sería peor, me preguntaría ¿por qué me haces esto? Y me acusaría de crueldad. Tiene razón, es cruel lo que estoy haciendo, y lo sé mientras ella me sacude violentamente, tan preocupada está que no se le ocurre hacerme cosquillas, quizá con eso echaría a reír y todo esto se acabaría.

Las pantuflas de deslizan afuera de la habitación con rapidez. A lo lejos ella marca el teléfono. Yo siento otra vez el frescor de estar solo en la cama de día, como cuando era pequeño y me quedaba en la cama enfermo, el ruido de los autos que pasan, ruidos del día que comienza, los niños del edificio salen a la escuela, las madres los apuran, calientan los motores de los autos, el cartero toca su silbato y el portero comienza a barrer la acera y a regar la bugambilia que adorna el edificio. Yo no he abierto los ojos. Esta ceguera me gusta, el mundo del oído y la nariz, sin decir nada. Me invade un sopor agradable y pruebo a sentir cómo se escucha mi respiración pausada primero, después un poco más agitada, después rápida, contra los ruidos de los autos y las voces y el piar de los pájaros. No me he dado cuenta de que regresó Adela y otra vez me toca, seguramente me vio respirar de esas maneras y me dice Rubén, despierta, Rubén, ¿qué te pasa? y torpemente me levanta un párpado con el pulgar, pero me lastima con la uña, yo cierro más los ojos, me hundo, en realidad no quisiera salir de aquí. No sé dónde estoy. Adela se vuelve a ir, suena el teléfono, habla con angustia, casi grita. Quizá debería abrir los ojos. 

Quisiera abrir los ojos, pero ya es demasiado tarde. Han tocado al timbre. Luego escucho pasos que se acercan y la voz de Adela y de un hombre que habla igual que el doctor Piedra. Creo que lo mejor es permanecer con los ojos cerrados, por no poner en ridículo a Adela. Si abriera ahora los ojos, la haría quedar como una loca. Además, no los quiero abrir. El doctor usa una de esas colonias que no me pongo yo jamás, Adela dice que son de muy mal gusto. Casi lo puedo ver, perfumado, oloroso a traje recién puesto, a hombre bañado. Es raro, siento miedo de lo que pasaría si abriera los ojos y me encontrara con su mirada penetrante, ésa con la que siempre escarba en uno. ¿Le duele aquí?, pregunta, y a uno le empieza a doler justo donde lo ha mirado. Adela me sacude frente a él, me grita, me zarandea, luego dice ¿ve, doctor?, no sé qué le pasa, algo tiene. El doctor le pide permiso para acercarse, se sienta en la cama junto a mí y la inclina mucho de su lado, un poco más de lo que la inclina Adela. Me da miedo resbalar, caerme, y hago un esfuerzo por tensar el cuerpo y sostenerme sin que se dé cuenta. Me siento extraño entre el calor de Adela y al frescor del doctor Piedra y de repente me pregunto si Adela seguirá en bata, cómo ha de estar preocupada para no haberse cambiado, y quisiera verla pero no quiero abrir los ojos. Tengo miedo de que me descubran, de lanzar una risotada nerviosa. Respiro para no contraer el rostro y todo el cuerpo me tiembla. Adela le dice: mire, empezó a temblar, antes no estaba así. El doctor Piedra me toma la presión, me levanta los párpados, le pide a Adela que me desabroche la camisa del piyama para escucharme el corazón. Después me abre la boca y me pone un termómetro. Mientras esperan a que se marque la temperatura, el doctor le dice que todo esto es muy raro porque estoy perfectamente. Tengo signos incluso de estar despierto. ¿No padezco narcolepsia? No. ¿Soy bromista? No. Ni siquiera el día de los inocentes hago bromas. El doctor se levanta por fin. Me alivia que me restituya el peso de la cama. Me alivia que salgan de la habitación. Una vecina conversa con alguien afuera de la ventana. Luego duermo.



Otra vez me zarandea Adela, no sé cuánto dormí. Tuve unos sueños curiosos, con animales. De seguir así, sólo podré volver a ver en sueños. El resto me lo puedo imaginar, gracias a la costumbre. Ya no pienso en abrir los ojos. El que se despertó esta vez ya no es el que los abre, no debería insistir. El sopor me gusta tanto que podría seguir durmiendo, decido seguir durmiendo, pero no me dejan. Adela habla con alguien más, entre la bruma del sueño me doy cuenta de que hay alguien en la habitación, luego voy sintiendo claramente que se trata de mi hermano Juan. Juan tiene un olor característico, una presencia que conozco. Desde que éramos niños no había vuelto a estar con Juan en mi habitación, es decir, yo acostado y él de pie. Hace muchos años que nadie me visita cuando estoy enfermo, a lo mucho me hablan por teléfono. Juan tiene una voz aguda y de niño me parecía muy chistoso. Juan se acerca y me sacude de nuevo. Ya no deberían sacudirme. Juan dice que a poco, que si no se estará haciendo, y yo casi puedo ver la expresión consternada de Adela. Rubén no es así, estoy asustada. Luego salen de la habitación. Los escucho hablar en el pasillo. Hablan de darme de comer, de beber. No se me había ocurrido pensar en eso, no quisiera que hablaran de comer ni de beber, porque me dará hambre. Ya me dieron ganas de ir al baño. Me voy a aguantar. Ya me ha ocurrido otras veces, de tanto tener ganas se terminan por quitar. Es cosa de resistir el hambre, la sed, las ganas de todo, cerrando los ojos y durmiendo. ¿Qué irán a decidir hacer conmigo? Suena el teléfono, Adela contesta, vuelve a sonar, sólo la oigo decir nada, nada, todavía no. Me tiemblan los párpados, lo puedo sentir. Huele a comida, seguro Juan y Adela comieron mientras yo dormía. 

Ahora sonó el timbre, es el papá de Adela, tiene la voz ronca. Otra vez suena, es mi hermana Concha. Adela los conduce a la habitación. Ya no escucho sus pantuflas, supongo que se habrá bañado y cambiado por fin de ropa mientras yo dormía, menos mal. Mi suegro y mi hermana menor me espían desde la puerta de la habitación. Adela les pide que prueben a sacudirme. Rubén, Rubén, me llaman. Concha me da un beso en la mejilla. Siento sus labios húmedos y cremosos del bilet rojo que siempre se pone. Lo hace para parecer más joven. Me dice hermanito, por favor despiértate. Luego viene Juan, está toda la familia rodeándome y yo no sé si debería abrir los ojos, pero siento miedo de su enojo, cómo se enfurecerían por hacerles pasar por esto, abandonar sus obligaciones para venir a verme y yo dedicado a los fingimientos. En realidad, ahora son todos ellos quienes me impiden abrir los ojos. Concha y Juan se sientan en la cama. Siento cada vez más ganas de orinar, pero aprieto y resisto lo mejor que puedo, tiemblo un poco. Concha pregunta, ¿por qué tiembla? No sé, dice Adela, a ratos lo hace. Bueno, ¿entonces qué vamos a hacer?, pregunta mi suegro. Todos salen al comedor. Sólo escucho el fondo de sus conversaciones. Juan estaba comiendo un pan dulce, dejó la habitación oliendo a azúcar. Ya siento hambre, pero no voy a abrir los ojos. De repente, Adela regresa y abre la ventana. Le agradezco el gesto, que limpia el ambiente de colonias, cigarrillos, el pan de mi hermano. Se abraza contra mí; su cara está mojada. Quisiera decirle que estoy bien, que no debe preocuparse. 

Es un alivio estar solo otra vez. Hace un rato, mientras todos estaban aquí, oí a los pájaros llamarse para dormir, pero ahora no se escuchan. Ya debe ser tarde, silba un camotero. Está empezando a llover, a lo lejos se oyen los cláxones en la avenida, se van a formar embotellamientos con la lluvia. Pasan cada vez más autos por nuestra calle y el vecino de arriba se está bañando. Si aguzo el oído, llegará hasta mí el tintineo de los cubiertos de los vecinos a la hora de cenar, es algo que siempre me ha gustado, el rumor de las conversaciones y los tintineos. La familia toma café allá afuera, en casa hay un silencio extraño. Quizá están cansados de esperar a que abra los ojos. Por suerte ya se me pasaron las ganas de orinar. No he sentido hambre en todo el día, el sueño me la quita, quizá un poco de sed. Es agradable sentir los párpados oscuros. 

Otra vez sonó el timbre, ¿quién más podrá ser? Hace un rato escuché que alguien se iba, yo creo que era mi suegro. Por aquí, dice Adela. Vienen varias personas, mueven algo metálico, huele a desinfectante. Con cuidado, dice Adela, y me destapa violentamente, no sé cómo hago para no reaccionar, el sopor y el tiempo me han vuelto descuidado, podría abrir los ojos sin pensar. Pero ya no se abren. Han puesto algo de metal junto a mí, sobre la cama. Hay voces de hombre, jóvenes, y de repente unos brazos bastante fuertes me cargan, me colocan sobre una plancha, me tapan con una cobija, me atan con correas. Luego me levantan. Probablemente esto está llegando lejos, ¿hasta dónde podrá llegar? Me llevan cargando por el pasillo, paso junto a mis hermanos que están en el comedor. Escucho cómo agarran todos sus llaves, sus abrigos, van a salir todos conmigo y la casa quedará vacía. Es difícil bajarme por la escalera, pues es muy estrecha; los jóvenes, aun así, lo van haciendo con habilidad. Quizá debería abrir los ojos, me reprocharían todos el gasto de los camilleros, la ambulancia, qué clase de broma es esta, me dirían. Ya ni siquiera sé si puedo abrir los ojos, me da miedo probar a hacerlo y no poder. Estamos dando tumbos, siento la lluvia que me cae al salir del edificio, las luces de la ambulancia girando frente al portón. Entonces me orino en la camilla.


Cuento publicado en el libro Edificio editado por Páginas de Espuma, 2010.

miércoles, 26 de febrero de 2014

El guardajuas (Juan José Arreola)


El guardagujas 
Publicado en Confabulario (1952)

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al viajero, que le preguntó con ansiedad:

-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?

-¿Lleva usted poco tiempo en este país?

-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.

-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.

-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.

-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.

-Por favor...

-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?

-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

-¿Me llevará ese tren a T.?

-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...

-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...

-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

-Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?

-Y no sólo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

-¿Cómo es eso?

-En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera -es otra de las previsiones de la empresa- se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

-¡Santo Dios!

-Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

-¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!

-Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez de poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.
-¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!

-¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

-¿Y la policía no interviene?

-Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
-Pero una vez en el tren, ¡está uno a cubierto de nuevas contingencias?
-Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

-Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.

-Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: "Hemos llegado a T.". Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

-¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?

-Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

-¿Qué está usted diciendo?

En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

-Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.

-En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

-¿Y eso qué objeto tiene?

-Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber adónde van ni de dónde vienen.

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?

-Yo, señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

-¿Y los viajeros?

Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

-¿Es el tren? -preguntó el forastero.

El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:

-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?

-¡X! -contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

El hombre sentado en el pasillo (Marguerite Duras)

Marguerite Duras (Gia Dinh, Vietnam, 4 de abril de 1914 - París, Francia 3 de marzo de 1996) seudónimo de Marguerite Donnadieu.

Gran premio del teatro de la 
Academia francesa, 1983

Premio Goncourt, 1984





El hombre sentado en el pasillo
L'Homme assis dans le couloir (1980)*



El hombre habría estado sentado en la sombra del pasillo frente a la puerta abierta hacia fuera.

Mira a una mujer que está tendida a pocos metros de él en un camino de piedras. A su alrededor un jardín que cae en brutal declive a un llano, prolongadas lomas sin árboles, campos que bordean un río. Se ve el paisaje hasta el río. Más allá, muy lejos, y hasta el horizonte, un espacio indeciso, una inmensidad siempre brumosa que bien podría ser la del mar.

La mujer paseó por la cresta de la pendiente frente al río y luego volvió allí donde se encuentra ahora, echada frente al pasillo, al sol. Ella en cambio no puede ver al hombre, la ceguera de la luz estival la separa de la sombra interior.

No puede decirse si sus ojos están entreabiertos o cerrados. Parece descansar. Lleva un vestido claro, de seda clara, rasgado por delante, que deja entreverla. Bajo la seda el cuerpo estaba desnudo. El vestido habría sido quizá de un blanco deslucido, antiguo.

Así lo habría hecho a veces. A veces también lo habría hecho en un modo muy distinto. Muy distinto siempre. Es lo que noto en ella.

No habría dicho nada, ni mirado nada. Frente al hombre sentado en el pasillo oscuro, se ha encerrado tras los párpados. Por entre ellos vislumbra la luz enmarañada del cielo. Ella sabe que él la mira, que lo ve todo. Ella sabe que él tiene los ojos cerrados al igual que lo sé yo, yo quien miro. Se trata de una certidumbre.



Veo que sus piernas que hasta entonces había abandonado medio replegadas con aparente negligencia, veo que las recoge, que las junta siempre más fuerte con un movimiento concienzudo, penoso. Que las aprieta tan fuerte que su cuerpo se deforma y se ve poco a poco privado de su volumen habitual. Luego veo que el esfuerzo cede bruscamente y, con él, todo movimiento. He aquí que de pronto el cuerpo tiene la rectitud de una imagen definitiva. Con la cabeza reclinada sobre el brazo, ella se ha inmovilizado en esa posición del sueño. Frente a ella el hombre que calla.



Ante ellos, las prolongadas lomas inmutables que conducen al río. Llegan nubes, avanzan juntas, se persiguen con regular lentitud. Van en dirección de la desembocadura del río hacia la indefinida inmensidad. Sus sombras mates son ligeras, por sobre los campos, por sobre el río.

De la casa en la explanada no llega ruido alguno.



Ella habría vuelto a moverse. Lo habría hecho lenta y largamente ante él quien mira. El azul de los ojos en el pasillo oscuro que sorben la luz, bien lo sabe ella, taladrándola. Veo que ahora ella levanta las piernas y las separa del resto del cuerpo. Lo hace igual que las ha recogido, con un movimiento concienzudo y penoso, con tanta fuerza que su cuerpo, contrariamente al momento que ha precedido, se mutila cual largo es, se deforma hasta el punto de una posible fealdad. Otra vez se inmoviliza así abierta a él. La cabeza sigue desviada del cuerpo, reclinada sobre el brazo. A partir de entonces, ella permanece en esa posición obscena, bestial. Se ha vuelto fea, ha pasado a ser lo que habría sido de ser fea. Es fea. Allí está, hoy, en su fealdad.

Veo el enclave del sexo entre los labios separados y que todo el cuerpo se petrifica a su alrededor en un abrasamiento que va en aumento. No veo el rostro. Veo flotar la belleza, indecisa, por las inmediaciones del rostro pero no consigo que se funda con él hasta hacerla suya. No veo más que su óvalo desviado, el plano tenso, muy puro. Creo que los ojos cerrados deberían ser verdes. Pero me detengo en los ojos. E incluso si consigo retenerlos largo tiempo en los míos no me dan la totalidad del rostro. El rostro permanece desconocido. Veo el cuerpo. Lo veo entero con violenta proximidad. Chorrea sudor, se encuentra en un fulgor solar de aterradora blancura.

El hombre todavía habría esperado.

Y luego ella lo habría conseguido. La fuerza del sol es tal que con el fin de resistirlo grita. Muerde el lugar del brazo rasgado ya de su vestido y grita. Llama un nombre. Y que venga.

Oímos ella y yo que alguien camina. Que él se ha movido. Que ha salido del pasillo. Lo veo y se lo digo, le digo que viene. Que se ha movido, que ha salido del pasillo. Que sus movimientos son primero secos, breves, como si ya no supiera caminar y que después se vuelven lentos, muy lentos, de una excesiva lentitud. Que viene. Que está ahí. Que veo el color azul de sus ojos que miran por encima de ella, hacia el río.



El se ha detenido ante ella, proyecta sombra sobre su forma. Por entre los párpados, ella debe percibir el oscurecimiento de la luz, la forma de su cuerpo erguido encima de ella en cuya sombra está atrapada. La tregua del abrasamiento hace que la boca aferrada al vestido se destienda. El está ahí. Con los ojos aún cerrados, ella suelta el vestido, recoge los brazos a lo largo del cuerpo por el desfiladero de las caderas, modifica la separación de las piernas, las tuerce hacia él con el fin de que él vea en ella aún más, que él vea en ella aún más que su sexo rajado en su máxima posibilidad de ser visto, que él vea otra cosa, también, a la vez, otra cosa en ella, que sobresale de ella cual boca vomitante, visceral.

El espera. Ella devuelve su rostro a la sombra con los ojos cerrados y a su vez espera. Entonces, a su vez, él lo hace.

Lo hace primero encima de la boca. El chorro se estrella en los labios, el los dientes ofrendados, salpica los ojos, el cabello y luego baja por el cuerpo, inunda los pechos, lento ya en fluir. Cuando llega al sexo se renueva, se estrella en su calor, se mezcla a su leche, espuma, y luego se agota. Los ojos de la mujer se entreabren sin mirada y vuelven a cerrarse. Verdes.



Le hablo y le digo lo que hace el hombre. Le digo también lo que es de ella. Que vea, esto es lo que deseo.

El hombre hace rodar con el pie su forma por el camino de piedras. El rostro está pegado al suelo. El hombre espera y luego vuelve a empezar, hace rodar el cuerpo de un lado a otro, con una brutalidad que apenas puede contener. Se detiene unos segundos para recobrar la calma, luego vuelve a empezar. Aleja el cuerpo para después acercarlo a él con suavidad. El cuerpo es dócil, fluido, se presta a esos tratos como si estuviera desvanecido, al parecer sin sentirlas rueda sobre las piedras y permanece allí donde llega en la posición que adquiere al detenerse el movimiento.

De pronto eso ha cesado.

La forma está hí, desmadejada, lejos de él. El hombre la mira y se acerca. Entonces, como si fuera a seguir haciéndola rodar de un lado a otro, el hombre coloca su pie encima de ella y de pronto deja de moverse.

El habría colocado su pie descalzo al azar encima de la forma, hacia el corazón, y de pronto habría dejado de moverse. La carne de los pechos es suave y cálida, se encenaga uno en ella. El hombre ya no se mueve.

El habría levantado la cabeza y habría mirado hacia el río. El sol está fijo y fuerte. El hombre mira sin ver con gran atención lo que se revela a sus ojos. Dice:

-Te amo. A ti.

El pie habría apretado el cuerpo.

Crece un tiempo, una duración, tiene esa unidad de la indefinida inmensidad. El hombre no habría sentido miedo. Sigue mirando sin ver lo que se revela a sus ojos, el deslumbramiento de la luz, el aire que tiembla.

Ella está a sus pies, al parecer con todas sus fuerzas atenta al acontecimiento en curso. Sinnun gesto, la boca aferrada al brazo sin mellar la seda del vestido, ella notaría la progresión, la presión del pie sobre el corazón. Los ojos habrían vuelto a cerrarse sobre el color entrevisto. Bajo el pie descalzo hay el lodo de una ciénega, un hervor sordo, lejano, continuo. La forma está deshecha, lacia, como quebrada, en una terrorífica inercia. El pie aprieta aún más. Se hunde, alcanza la caja torácica, aprieta aún más.

Ella ha gritado. El ha oído un grito. Tiene el tiempo de oír que el grito ya no se detiene, de oír también que desfallece. Y mientras cree disponer todavía del tiempo para elegir, el pie vacila, y pesadamente se desengasta del cuerpo, se separa del corazón bajo el impulso del grito.



El habría vuelto a desplomarse en el sillón del pasillo oscuro.


Las piernas de la mujer se habrían separado y habrían vuelto a caer, exhaustas.


Gira sobre sí misma, grita una vez más y, entre largos y lentos estertores, se debate. Su lamento grita y llora, clama aún por la liberación, que venga, y luego, bruscamente, cesa.



El sol le habría alcanzado la cintura. Veo su forma en el pasillo, está en la oscuridad, casi sin color alguno. Su cabeza ha caído sobre el respaldo del sillón. Veo que está extenuado de amor y deseo, que está de una extraordinaria palidez y que su corazón late a ras de cuerpo. Veo que tiembla. Veo lo que él no mira y que no obstante se adivina y se ve frente al pasillo, esas lomas tan bellas antes del río y esa inmensidad malva siempre sumergida en brumas que debería ser la del mar. La desnudez del llano, la orientación de la lluvia debería ser la del mar. Y ese amor tan poderoso. Lo sé, con ese amor tan poderoso. El mar es lo que no veo. Sé que está allá allende lo visible para el hombre y la mujer.

El habría visto acercarse a él al espectro del camino de piedras.

Ella habría quedado un instante apoyada en el marco de la puerta antes de penetrar en el frescor del pasillo. Ella lo habría mirado. Como ella ante él poco antes él habría permanecido ante ella con los ojos cerrados. Sus manos están inmóviles y descansan sobre el brazo del sillón. El habría llevado, lleva, un pantalón de tela azul que ha abierto y de la que sobresale ella. Tiene una forma tosca y brutal al igual que su corazón. Al igual que su corazón late. Forma de edades primarias, indiferenciada de las piedras, de los líquenes, inmemorial, plantada en el hombre en torno a la que se debate. En torno a la que se encuentra al borde de las lágrimas y grita.



Oigo que la mujer le dice al hombre:

-Te amo.

Oigo que él le contesta que lo sabe:

-Sí.

Veo que la mujer se mueve y que está a punto de dar a su vez los tres pasos que la separan de él. Veo también que él esboza un movimiento de huida y que vuelve a caer en el sillón. Luego ya no veo nada más allá de los hechos.

Ella ha llegado a su lado, se acuclilla entre sus piernas y la mira a ella, sólo a ella, en la sombra que a su vez proyecta con su cuerpo. Con esmero la pone por entero al desnudo. Separa la prenda. Extrae de ella las partes profundas. Se aparta ligeramente, la expone a la luz.

Veo que el hombre ha bajado la cabeza y la mira, que mira junto con la mujer ese espectáculo de sí mismo. Sigue latiendo en sobresaltos al ritmo del corazón. Bajo la fina piel que la recubre se extiende la trama sombría de la sangre. Está llena de gozo, pletórica de gozo, más de lo que puede contener y tan apretada en sí misma se encuentra ahora que uno vacila en tocarla.

El hombre y la mujer la miran juntos. Si bien no hagan gesto alguno hacia ella y que todavía la dejen estar.

Más allá veo también que es tierra sin árboles, tierra del norte. Que el mar debería estar quieto y cálido. Es un calor claro de aguas desteñidas. Ya no hay nubes sobre las lomas, pero sigue esa niebla lejana. Es una tierra que huye ante sí, que no deja de verse una y otra vez, un movimiento por el que jamás se detiene, jamás tiene fin.



Ella se habría acercado lentamente, habría abierto los labios y, de golpe, habría tomado entera su extremidad suave y lisa. Habría llenado la boca. Es tal el deleite que las lágrimas le invaden los ojos. Veo que nada es tan poderoso como ese deleite sino la prohibición formal de atentar contra él. Ella no puede asirla mejor sino acariciándola con precaución, la lengua entre los dientes. Lo veo: lo que se acostumbra a llevar en la mente ella lo lleva en la boca, esa cosa tosca y brutal. Ella la devora mentalmente, se alimenta de ella, se sacia mentalmente. Mientras el crimen permanece en su boca, ella no puede permitirse sino conducirlo, guiarlo hacia el gozo, los dientes a punto. Con sus manos ella la ayuda a llegar, a volver. El hombre grita. Con las manos agarradas al pelo de la mujer intenta arrancarla de aquel lugar pero ya no tiene fuerzas y ella, ella n quiere dejarlo.

El hombre. La cabeza arrebatada al cuerpo gime, celosa y entregada. Su lamento grita que llega, que vuelve a él, grita la lancinante contradicción de que se le quiera tanto. A ella, a la mujer, no le importa. Su lengua baja hacia esa otra femineidad, llega ahí donde se hace subterránea y luego vuelve a subir pacientemente hasta volver a tomar y retener una vez más en su boca lo que ha abandonado. Ella la retiene a punto de ser tragada en un movimiento de succión continua. El ya no intenta nada nuevo. Los ojos cerrados. Solo. Sin gestos, grita.

Allá arriba, el grito, el lamento se hace más agudo, es casi infantil al principio y luego se profundiza, se hace tan doloroso, tanto, que la mujer debe soltar presa. Suelta, se aparta, atrae los muslos más hacia sí, los separa y mira y respira el olor húmedo y tibio. Se demora, el rostro hundido en lo que él ignora de él, respira largamente el fétido olor.

Veo que él se deja y con ella mira otra vez. Que la mira hacer, que se entrega todo lo que puede a su deseo. Que ofrece a esa hambrienta al hombre que es. Es ahora en el pelo de la mujer donde ella sigue latiendo según los sobresaltos del corazón.

El grita suavemente un lamento de intolerable felicidad.

El cielo pasa lentamente por el rectángulo de la puerta abierta. Avanza entero, como a la lenta velocidad de la tierra. Las masas de nubes de trazado fijo son arrastradas en dirección de la inmensidad.

Con la boca abierta, los ojos cerrados, ella se encuentra en la caverna del hombre, se ha retirado en él, lejos de él, sola, en la oscuridad del cuerpo del hombre. Ya no sabe muy bien qué hace, ni qué dice, aún sigue creyendo posible hacerlo de otra manera. Besa. Allí donde reina el fétido olor besa, lame. Nombra las cosas, insulta, grita palabras en su ayuda. Y luego vuelve a callarse, a exasperarse, a ensañarse con todas sus fuerzas hasta el momento en que las manos del hombre la rechazan y la tiran al suelo. El va a su encuentro. Se tumba largo tiempo encima de ella, la penetra, permanece aún allí, sin movimientos, mientras ella llora.



Acaban de gozar. Se han separado. Durante mucho tiempo, en el suelo, nada en ellos se roza. Las baldosas están frías, refrescantes. Ella sigue llorando, por intermitencias, llanto de niña.

El se gira lentamente hacia ella y con la pierna la acerca a él. Permanecen así. El le dice que quisiera dejar de amarla. Ella no le contesta. El le dice que un día la matará.

Nada se produce sino el desorden y la inmovilidad de sus cuerpos deshechos con excepción de esa palabra que él le dice una vez más, que no tiene fin.


Están acostados en el pasillo como dormidos mientras otra cosa se prepara en el lento reflujo del deseo. Con gestos apenas perceptibles vuelven a acercarse. Las pieles, los sudores que se tocan, los rostros, la boca de ella reencontrada por él. Permanecen así, trastocados, a la espera. Luego ella dice que desea ser golpeada, dice que en la cara, se lo pide a él, ven. El lo hace, va, se sienta a su lado y la mira otra vez. Ella dice: golpeada, con fuerza, como antes en el corazón. Dice que quisiera morir.

Así es, el rectángulo de la puerta abierta está ocupado por el cuerpo sentado del hombre quese dispone a golpear.



De la indefinida inmensidad llega un niebla, un color violeta ya encontrado en caminos de otros lugares, de otros ríos, en monzones muy lejanos de la lluvia.



La mano del hombre se yergue, vuelve a caer y empieza a abofetear. Primero suave luego secamente.

La mano abofetea la comisura de los labios luego, siempre con más fuerza, abofetea contra los dientes. Ella dice que sí, que eso es. Vuelve a levantar la cara con el fin de mejor ofrecerla a los golpes, la distiende, más a merced de su mano, más material.

Tras diez minutos, se habrán instalado los dos en una precisión paralela. El golpea siempre con más fuerza.

La mano baja, golpea los pechos, el cuerpo. Ella dice que sí, que eso es. Sus ojos lloran. La mano pega, golpea, siempre más firme está a punto de alcanzar una velocidad mecánica.

El rostro se ha vaciado de toda expresión, atolondrado, ya no se resiste en absoluto, desbaratado, se mueve a voluntad alrededor del cuello como algo muerto.

Veo que el cuerpo asimismo se deja golpear, que está entregado, ajeno a todo dolor. Que el hombre insulta y golpea. Y luego de pronto los gritos, el miedo.

Y luego veo que esa gente ha quedado sumergida por el silencio.


Veo cómo llega el color violeta, cómo alcanza la desembocadura del río, cómo se ha encapotado el cielo, cómo se ha detenido en su lento recorrido hacia la inmensidad. Veo que otros miran, otras mujeres, que otras mujeres ahora muertas miraron asimismo formarse y deshacerse monzones de verano ante ríos bordeados de sombríos arrozales, frente a vastas y profundas desembocaduras. Veo cómo del color violeta llega una tormenta de verano.

Veo que el hombre llora acostado encima de la mujer. No veo de ella sino inmovilidad. Lo ignoro, no sé nada, no sé si duerme.





*El hombre sentado en el pasillo
Marguerite Duras (traducción de Beatriz de Moura)
4ª edición, 1996. Barcelona.
Tusquets Ediciones. Colección La sonrisa vertical nr. 34.

La compuerta número 12 (Baldomero Lillo)


Baldomerlo Lillo (Nace: Lota, Chile el 6 de enero de 1867 - Muere: Santiago de Chile el 23 de septiembre de 1923)



Sus narraciones, siempre con un gran contenido social, tienen la intensidad de un grito de protesta, cuya resonancia, a pesar de los progresos técnicos, no se ha extinguido.



La compuerta número 12 
Publicado en Sub-terra: cuadros mineros (1904)



Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca; una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.

A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:

-Señor, aquí traigo el chico.

Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:

-¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
-Sí, señor.
-Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
-Señor -balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica-. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.

Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.

-Juan -exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado- lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.

Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:

-He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.

Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió. Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.

Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar. La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla. Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.

Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante
de la compuerta número doce.

-Aquí es -dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.

Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo. Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.

El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.

-¡Es la corrida! -exclamaron a un tiempo los dos hombres.

-Pronto, Pablo -dijo el viejo-, a ver cómo cumples tu obligación.

El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral. Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa. Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un "¡vamos!" quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el "¡vamos, padre!", brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante. Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal
adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.

El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido. Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante. La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.

Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:


-¡Madre! ¡Madre!

Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara. Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.



Cada cosa es Babel (Eduardo Lizalde)

Eduardo Lizalde (Nace: Ciudad de México, 14 de julio de 1929)


Premio Xavier Villaurrutia 1970 por El tigre en la casa

Premio Nacional de Poesía Aguascalientes 1974

Premio Nacional de Lingüística y Literatura 1988

Premio Iberoamericano Ramón López Velarde 2002

Medalla de Oro de Bellas Artes, 2009

Premio Internacional Alfonso Reyes 2011

Premio Federico García Lorca 2013




Cada cosa es Babel (fragmento)
Publicado en Cada cosa es Babel (1966) *


1.

Dime tu nombre, cosa,
tu desnudo tejido
por el nombre y sus cáñamos seguros.
Bestia que el solo grito de su cazador
ya enjaula,
mosca en su claustro edénico de miel,
oveja ensoñada por el copo
de su ovillo futuro.

Cosa, cómo te llamas.
Si el nombre humea por tu cuerpo
como la trepadora escrita,
la hiedra de frutos salivares
urdida flor a flor con tu materia
-como trabando el agua con el vidrio
sin romper el agua-,
sí te llamas entonces, ente bautizado
que la lengua pule en su taller sonoro.

Cosa veloz, coherente o desarticulada:
te llamas ángel, col, ruina o memoria.
No eres más sin embargo,
nada se te agrega
por tener ese nombre que te lame
como un halo de oliva
o una guirnalda de avispas transparentes
sobre tu cuerpo sudoroso de existencia.

Cosa nombrada, ya existías
antes de llamarte incluso
con la palabra cosa.
En la brega del ojo vuelto filos,
el roce de la música y el tacto
ganaste el nombre: una sirena
del gesto y la palabra.

Cosa menor, ajena, cotidiana
o sin medidas, lampo corpóreo,
bloque vivo del sueño,
espectro arenoso, y azul, de la vigilia.
Mira correr la turba de tus nombres
en distintos idiomas
-cada cosa es Babel-,
como cayendo de un rostro con lengua dividida
por setenta navajas.
Mírate atravesar sin daño alguno
por éstos que se vierten sobre ti,
vinagre en áureas copas,
grito loco del saurio para tu cuerpo de grulla.

Ándate, como perro perdido
entre esos nombres: Negro,
Tritón, Berganza, Hueleandando.
Cómo te envuelven sin tacto
y sin olor
en una sorda estela
de enceguecida mole
que al fin hiendes inmóvil o encallada,
buque de cristal en río de aceite.
Y en cambio mira el mar del nombre
que mereces llevar:
pega en tus carnes,
arroja nidos de cangrejos en tus aledaños,
fabrica o reconstruye con tu arena
viejos monstruos diluidos,
forja serpientes de metal
con los anillos extraviados,
divide en dos tu pecho,
clava firmes tornillos de acero en tu algodón
-espada en leche-
y afianza las espuelas
en tus piernas y brazos,
te envuelve, te cabalga
como un segundo cuerpo;

pinta de su color,
furioso tejo de anilina,
la atmósfera que incendias:


-mira, una lámpara, decimos
jaula de luz o rayo en vacaciones
que levita en la sala
como el jugo más dulce del pincel;

y aquellos dos tinteros,
negrura sin azogue reflejada,
lágrimas de calamar
que la amargura del océano momifica;

la luciérnaga y su esperma al rojo vivo
que engendra carne y luz organizadas,
como el fruto portentoso que daría el lirio
si pudiera;
el ceño de esta joven rubia,
tan fruncido
que genera fibromas bajo la sien de esmalte.

Ésta es la cosa muda, el trino degollado
que me lleva por nombre
dice el nombre, un aura,
y propala esa gloria,
esta sazón de mago en la cocina,
denso estar de la cosa entre las cosas,
por el mundo.
2.

Nombra el poeta
con un silencio ante la cosa oscura,
con un grito ante el objeto luminoso.

Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?
¿Se conoce al gallo por la cresta
guerrera de su nombre, gallo?
¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mi?
Cuando nací ya estaba creado el nombre,
mi nombre,
pero creció conmigo
como un zarzal de letras,
penetró en la sangre
que llenaba apenas el fondo de la copa,
tiburón en playas bajas.
Fue prendiendo sus garfios en mi cuerpo,
se enredó con mis vísceras,
infló un segundo, verde corazón
junto al mío.

El nombre deja marca,
trastorna el laberinto digital,
cicatriza y se abre
su herida terminada en o,
como la piel del lago con la quilla
de la palabra guijarro.
Y nada, pese a todo, dice el nombre de mí.
Tener nombre no es nada, cosa en el vuelo.

Las relaciones de cosas,
los idilios librados entre cosas,
los privadísimos odios
entre la dalia y la silla,
los parentescos de sangre establecidos
entre el felpudo verde y los poemas
de Gonzalo de Berceo,
la sospechosa bastardía
del plumero en la jaula de los leones
¿tienen su nombre?

Cosa desnuda,
transparente a fuerza de proyectar
sin nombre su materia.

Cosa en escape
como el vuelo extremado más veloz que el vuelo
o caza sin alcance.

He aquí la cosa para nombrar, poeta:
nombre del pan que tiembla ante el cuchillo,
del cuadro en que el terremoto
altera el ojo y el pincel,
del crimen y el asado de ternera.


* Su libro de poesía Cada cosa es Babel es un extenso y original poema dedicado a explorar el abismo que media entre la palabra y la cosa nombrada.


lunes, 24 de febrero de 2014

Canarios (Yasunari Kawabata)


川端 康成 Kawabata Yasunari (Nace: Osaka, Japón 14 de junio de 1899 - Muere: Zushi, Japón el 16 de abril de 1972)


Medalla Goethe en Frankfurt, 1959. 
Premio Nobel de literatura, 1968
Kawabata biography. Nobel Prizes












Canarios (Kanariya)

Publicado en Historias en la palma de la mano (1968)



Señora:

Me veo obligado a romper mi promesa y una vez más le escribo una carta.

Ya no puedo tener conmigo por más tiempo los canarios que recibí de usted el año pasado. Era mi mujer la que siempre los cuidaba. Yo me limitaba a mirarlos, a pensar en usted cuando los observaba.

Fue usted quien dijo, ¿no fue así?: “Usted tiene una mujer y yo un marido. Dejemos de vernos. Si por lo menos usted no tuviera mujer. Le entrego estos canarios para que me recuerde. Obsérvelos. Ellos son ahora una pareja, pero el vendedor simplemente tomó un macho y una hembra al azar y los metió en una jaula. Los canarios en sí no tuvieron nada que ver. De todos modos, por favor recuérdeme a través de estos pájaros. Tal vez sea desagradable entregar criaturas vivas como recuerdo, pero nuestra memoria también está viva. Algún día los canarios se morirán. Y, cuando llegue el momento de que mueran nuestros mutuos recuerdos, dejémoslos morir”.
Ahora los canarios parecen estar al borde de la muerte. La que los cuidaba ya no está. Un pintor como yo, negligente y pobre, es incapaz de hacerse cargo de estos frágiles pájaros. Lo diré claramente. Mi mujer se ocupaba de los pájaros, y ahora está muerta. Y como ella ha muerto, me pregunto si también los pájaros morirán. Y si así es, ¿era mi mujer la que me traía recuerdos de usted?

Hasta se me ocurrió dejarlos libres pero, desde la muerte de mi mujer, sus alas parecen haberse debilitado repentinamente. Además, estos pájaros no saben lo que es el cielo. Este par no tiene otra compañía en la ciudad ni en los bosques cercanos donde reunirse con otros. Y si acaso uno se fuera volando por su cuenta, morirían separados. En aquel entonces, usted aseguró que el hombre del negocio de mascotas simplemente había tomado un macho y una hembra al azar y los había metido en una jaula.

Y a propósito, no quiero vendérselos a un pajarero pues usted me los dio a mí. Y tampoco quiero regresárselos a usted, pues fue mi mujer la que los cuidaba. Por otra parte, estos pájaros – de los que probablemente ya se haya olvidado – serían una molestia para usted.

Lo diré de nuevo. Fue porque mi mujer estaba aquí que los pájaros han vivido hasta el día de hoy – sirviendo como recuerdo suyo. Por eso, señora, deseo que estos canarios la sigan a ella en la muerte. Mantener su memoria viva no fue lo único que hizo mi mujer. ¿Cómo pude amar a una mujer como usted?¿No fue acaso porque mi mujer permaneció conmigo? Mi mujer me hizo olvidar todo el sufrimiento. Ella evitaba mirar la otra mitad de mi vida. Si ella no lo hubiera hecho, seguramente yo habría desviado mis ojos o habría desalentado mi mirada ante una mujer como usted.

Señora, ¿no es correcto, entonces, que mate a los canarios y los entierre en la tumba de mi mujer?





Historias en la palma de la mano "estas historias reflejan el concentrado interés del autor japonés por la miniatura, el fragmento de argumentos reducidos a lo esencial y la escritura relámpago. En Historias en la palma de la mano conviven la soledad, el amor, el paso del tiempo, los rituales y la muerte. Este conjunto de relatos captura el rango inigualable y la complejidad de uno de los más grandes talentos literarios del siglo xx. (cita)


Las líneas de la mano (Julio Cortázar)

Julio Cortázar (Nace: Ixelles, Bruselas, 26 de agosto de 1914 - París, 12 de febrero de 1984) escritor y traductor argentino nacido en Bélgica. Optó por la nacionalidad francesa en 1981, en protesta contra el gobierno argentino.



En 1984 la Fundación Konex le otorgó posmórtem el Premio Konex de Honor por su gran aporte a la historia de la literatura argentina.
La Universidad de Guadalajara (México), inauguró, el 12 de octubre de 1994, la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar, en honor al escritor. Dicha inauguración contó con la presencia del escritor mexicano Carlos Fuentes, del colombiano Gabriel García Márquez y de la viuda de Cortázar, Aurora Bernárdez. Esta cátedra rinde homenaje a la memoria, la persona, la obra y las preocupaciones intelectuales que rigieron la vida del argentino.







Las líneas de la mano

Publicado en Historias de Cronopios y de Famas (1962)


Sandra Peredo ®


De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúe por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván, y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito pero con atención se la verá subir por una rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor, y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor, y en una cabina donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo, y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en ese instante empieza a cerrarse sobre la culata de una pistola.





Parábola del trueque (Juan José Arreola)

Juan José Arreola Zúñiga (Nace: Zapotlán el Grande —hoy Ciudad Guzmán—, Jalisco, 21 de septiembre de 1918 - Muere: Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de 2001) escritor, académico y editor mexicano.



Premio del Festival Dramático del Instituto Nacional de Bellas Artes, 1955.
Premio Xavier Villaurrutia, 1963.
Premio Nacional de Periodismo de México en divulgación cultural por su trabajo en Canal 13 (canal estatal en esa época), 1977.
Premio Jalisco de Letras, 1989.
Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, 1992.
Premio Internacional Alfonso Reyes, 1995.
Premio Ramón López Velarde, 1998.








Parábola del trueque

Publicada en Confabulario (1952)

Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.

-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.

No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.

-¡No me tengas lástima!

Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:

-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!

Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos... El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.