lunes, 25 de enero de 2016

Lucha desigual Jorge Ibargüengoitia

Hace algunos meses fuí al supermercado y compré, entre otras cosas, unos chamorritos de ternera para hacer osso buco. Cuando terminé mis compras llegué a la caja y mientras la empleada marcaba los precios y hacía la suma, noté con horror que un niño que estaba con su madre en la caja de junto, cogía los chamorritos de ternera que estaban en mi cuenta y se disponía a agregarlos al montón de cosas que había comprado su madre.
No le dí un manotazo, ni le dije "¡suelta esos chamorros, niño execrable!", ni le dije a la señora, "¿no tendría usted inconveniente en decirle al niño que no se robe mis chamorros?". Me concreté a arrebatárselos y a volver a colocarlos entre mis cosas.
La madre se puso morada. Así debí dejarla, pero quiso mi mala suerte que se me ocurriera preguntarle:
- ¿Por qué se enoja, señora?
Lo que me contestó no tenía nada que ver ni con lo que acababa de ocurrir, ni con lo que yo le acababa de preguntar, sino con la batalla de los sexos.
- Me enojo porque si yo fuera hombre, no se atrevería a decirme lo que me está diciendo, porque mire... -aquí hizo una seña procaz, que todos conocemos y que quiere decir "le daría mucho miedo".
Pocas veces me he metido con tanta rapidez y tan gratuitamente en una situación molesta. No supe qué hacer. Me parecía un poco grotesco tratar de recordarle a aquella mujer que la frase que había yo dicho treinta segundos antes, "¿por qué se enoja?", no era ni irrespetuosa, ni ofensiva. Tampoco estaba yo de humor para hacer un análisis del episodio de los chamorritos en un intento por delimitar responsabilidades. Me puse morado a mi vez, cogí la bolsa de papel donde estaban mis compras y salí del supermercado.
Dejé a mi enemiga triunfante, llena de vibraciones rarísimas, que se notaban a través del vestido de flores. Tenía los ojos chisporroteantes. Era bastante fea.
En los días que siguieron regresé mentalmente a esta imagen en un intento de encontrar la frase que hubiera hecho pedazos a la mujer que me dijo que yo era un cobarde porque le pregunté por qué se enojaba. Nunca la hallé.
Lo que es evidente es que si hubiera sido hombre, no se hubiera atevido a decirme ni lo que me dijo, ni nada por el estilo.
¿Por qué? Por la sencilla razón de que si un hombre le dice a otro "a que no se atreve", o algo así, el segundo está en la obligación ineludible de contestarle "¿que no me atrevo"?, y darle un bofetón.
Si en cambio yo, de caballero, le doy un puñetazo o varios a la señora del niño que quería comer osso buco a mis expensas, entro por un camino del que sólo hay tres salidas. Primera, de un gancho al hígado y un uppercut la mando al piso con tres dientes menos y la boca esponjosa. Los espectadores, admirados por mi pericia pugilistica, no intervienen más que para ayudar a levantarse a la señora y darle los dientes que se le cayeron. Al día siguiente salgo en el periódico: "energúmeno que golpea a una dama". Quedo desprestigiado para el resto de mi vida.
Segunda alternativa. Antes de que yo logre conectarle el gancho al hígado, ella me da un golpe directo el en plexo solar, que hace que me doble y acabe hincado, con la boca abierta y babeando. La noticia en el periódico tendrá la siguiente forma: "Quiso golpear a una mujer, pero ella lo descontó". Quedo todavía más desprestigiado.
Tercera alternativa. Le doy el primer puñetazo a la mujer, cuando varios caballeros, incluyendo al policía, el gerente del supermercado, un demostrador de filtros para agua, un carnicero, dos empleados de limpieza, y varios clientes, "se interponen" y me dan una paliza. Soy yo el que recoge los dientes, pierdo los chamorritos y me voy a mi casa. Al día siguiente aparezco en el periódico en el papel de "un orate quiso golpear a una dama, pero lograron dominarlo entre varios".
Pensándolo bien salí bien librado. En este pequeño episodio de la batalla de los sexos no había para mí victoria posible. Pero que no se liberen las mujeres, porque les doy un recto a la mandíbula.